Somos el resultado de todo lo que hemos vivido y experimentado. La vida uterina constituye una etapa crucial en la que asimilamos una cantidad ingente de informaciones y valores que se graban en nuestra primera memoria emocional, convirtiéndose en pautas que nos acompañarán en adelante, determinando el modo de conducirnos en la vida.
Al legado y la memoria transgeneracional procedente del clan familiar se añade la memoria emocional de la vida uterina con todo aquello que sentimos y recibimos a través de la conexión emocional existente con la madre. Es una etapa de aprendizaje acelerado en la que el hijo, desde su inexperiencia, interpreta y siente como propio lo que sucede a su alrededor.
A la fase uterina se remontan los primeros registros de nuestra memoria emocional, con informaciones y sensaciones que, como filtros y creencias, se insertan en lo más profundo de nuestro inconsciente, donde permanecen vigentes e intactas tal como fueron sentidas y vividas entonces.
En nuestra primera memoria emocional queda registrado todo lo que ocurre en torno a la concepción, el embarazo y las circunstancias de la vida de los padres, que nos trasmiten sus anhelos y sus experiencias, convirtiéndonos en destinatarios de sus ilusiones y de los objetivos que han previsto para nosotros.
En el útero, el inconsciente del hijo está fusionado con el de la madre y todo lo que viva ella dejará en él una huella emocional que perdurará, afectando después a su autoestima, su capacidad para mostrar afecto y también a la calidad de sus relaciones íntimas. El hijo se construye a partir del referente principal que para él es la madre, sobre todo a partir de la emotividad y la información que recibe a través de ella. Todo ello definirá la personalidad del hijo, su forma de ser y las actitudes que adopte en la vida.
En esta etapa inicial de la vida resultan cruciales las circunstancias emocionales que vivan nuestros padres y el ambiente familiar. Cuando la atmósfera familiar es tóxica, de miedo o angustia, con discusiones y maltratos, el útero puede llegar a convertirse en una especie de cárcel para el bebé que recibe toda esa conflictividad sin la más mínima capacidad de comprensión y, por supuesto, sin la posibilidad de evadirse.